La
gente siempre dice que aquellos que llegan a Berlín es porque tienen la necesidad
de perderse para encontrarse, o al menos eso me dijeron todos cuando decidí
marcharme de lo que se suponía que era mi hogar de y para toda la vida.
Sin embargo, nunca he tenido esa necesidad. Nunca he querido encontrarme.
Supongo que porque tengo miedo de que no me guste lo que vea o que quizás me guste
demasiado como para reprimirlo. He intentado huir tantas veces de lo que soy que
ya no recuerdo el número exacto de fracasos que he ido coleccionando de cada
intento. Voy y vuelvo al mismo lugar como si mi camino fuera un círculo. Berlín
siempre ha parecido otro intento de huida algo más melodramático. Y puede que sea
otro fracaso más a mi larga lista, aunque yo prefiero tomarlo como una máscara
de oxígeno para poder seguir respirando. En realidad, la vida es una sucesión
de fracasos. Mamá nunca aceptó mi condición sexual y papá nunca estuvo el
tiempo suficiente como para darse cuenta de que me gustaban los chicos. Casarme,
tener hijos por apariencia, evitar el qué dirán… Ese no era mi plan de vida, si
es que en algún momento he tenido uno en la cabeza, algo a lo que aferrarme
como un clavo ardiendo. Mamá pareció olvidar esa parte de mi vida y continuar
como si nada hubiera pasado. Pero yo no pude, me ahogaba en mi propia casa.
Necesitaba quererme como soy, sin sentir vergüenza ni miedo de defraudar a los
que me quieren.
Así
he estado dieciséis años, aguantando en silencio la culpa de amar a los
hombres, de mirarme en el espejo y darme asco y sentir pena de todos los que me
rodean por ser un absoluto fracaso. Dieciséis años intentando convencerme de que
la naturaleza es algo perfecto y bien delimitado. Y, sin embargo, cargo con la
culpa de saber la decepción que soy para todos por no ser normal, ni lo que se
esperaba de mí. Guardo en la memoria la cara de mamá cuando le dije que me
gustaban los hombres. Aunque lo que más me dolió no fue ese gesto, sino el ver
como apartaba la mirada a otro lado mientras ignoraba mis sentimientos y
alimentaba mis miedos. Yo también me daba asco y quizás por eso tomé el camino
más sencillo. Una fuga con la que poder tomar aire. Recuerdo que el primer día
que pisé el suelo berlinés respiré profundamente pensando que así desaparecería
todo lo que llevaba dentro. Llegué a Tegel en agosto con una maleta pequeña
cuando la inmigración masiva aún no salía en las noticias. Cuando aún vivía en
un mundo que yo había hecho para salvarme de mi mismo. Y después de todo, sigo
siendo una persona a la que no conozco.
Lo
primero que hice cuando llegué a Berlín fue emborracharme. Encontré un bar cerca
de mi casa al que a veces aún voy, aunque ahora, siempre en compañía de la
Cruda o con Lalo. Todas las luces del antro eran rojas y las paredes estaban
empapeladas con recortes de revistas y portadas de Elvis Presley. Cuando ya no
pude beber más me fui al baño del club y me quedé un buen rato ahí sentado,
mirando las paredes firmadas por Picassos del siglo XXI. Al día siguiente me
desperté en Alexanderplatz o bueno, mi siguiente recuerdo fue estar en esa
plaza. Miraba hacia el cielo y veía como la Fernsehturm intentaba cortar las
nubes. Esto era una isla de felicidad. Un somnífero que aliviaba mi mente y me
dejaba vivir. Y así, empezaba una nueva vida.
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